Por Beatriz O´Brien
El siglo XX marca una serie de cambios para el país. El advenimiento de una creciente industrialización atrae a miles de mujeres y hombres desde los campos hacia las ciudades en busca de mejores oportunidades laborales. Santiago, centro administrativo del país, no cuenta por aquellos años con la infraestructura necesaria para recibir a la masa campesina y sus familias quienes se hacinan en antiguos conventillos y cités en el centro norte de la capital. El crecimiento urbano marca un cambio de era pero también nuevos desafíos para una nación que comienza a trazar su camino hacia la modernización. De acuerdo a la historiadora Elizabeth Quay Hutchinson, en 1885 la población capitalina era de 177.271 habitantes para llegar a 839.565 en 1930.
Mujeres y hombres dejaban atrás siglos de trabajo servil y precariedades materiales por la promesa de un futuro auspicioso para quienes se unieran a las nuevas oportunidades que entregaba la industrialización y sus plazas ocupacionales en la manufactura. La transferencia del campo hacia la ciudad trae nuevos modelos de vida, de relaciones sociales como también de vestuario. Los hombres dejan atrás los ponchos y bayetas, pantalones de lana característicos por su tejido holgado, por trajes de chaqueta, pantalón y sombrero y las mujeres adoptan el blusón y el delantal, este último, emblema de una nueva fuerza económica que empuja vigorosamente por ingresar a laburar dentro de las fábricas.
La rama industrial del vestuario y la confección comienza a ampliarse a partir de 1865. Iniciando el siglo XX, este es el rubro manufacturero que más emplea trabajo femenino en el país. Entre 1912 y 1925 el 77,6% de quienes trabajan en las industrias de vestuario y confección son mujeres*. Se desempeñan en talleres de gran tamaño, entre los cuales se encuentran los stores o tiendas por departamentos generalmente de origen europeo, otros de envergadura media y pequeña como también dentro de sus hogares como costureras domiciliarias. (* Elizabeth Quay Hutchinson, Labores propias de su sexo).
Los sueños de una mejor vida a través del trabajo asalariado resultan ser el traspaso de precariedades desde las provincias a las ciudades. Largas horas de extenuante trabajo, malos tratos y salarios de miseria son la cotidianeidad de sus realidades dentro de inmuebles sucios y oscuros. Toda tragedia trae consigo un despertar. El de las costureras es uno de características históricas y emancipadoras. Las mujeres comprenden, en el sentido más amplio de la palabra, que sus condiciones laborales van más allá de solo el hecho de ser obreras, tiene como origen la opresión femenina en la sociedad de manera estructural.
El Estado, la Iglesia y la clase alta nacional miran de mala manera la incorporación de la femenina popular al trabajo fabril. En ellos sigue primando la visión de que las mujeres “pertenecen” dentro de su hogar, cuidando de sus familias. El año 1924, Elena Caffarena realiza un estudio de corte cualitativo que resulta importante para develar las realidades de las mujeres obreras. La gran mayoría de ellas son el único sostén económico de su hogar y tienen bajo su cuidado y responsabilidad a distintos miembros de sus familias, ya sean padres, hermanos o hijos. Comienzan a trabajar desde pequeñas y aprenden el oficio dentro de los mismos talleres.
La máquina de coser es la herramienta de empleabilidad pero también de lucha para las mujeres proletarias. Hacia fines del siglo XIX, estas han disminuido considerablemente de valor haciendo accesible su compra e instalación dentro de los talleres y de los hogares. La máquina de coser simboliza los sueños de una vida mejor para miles de mujeres que desafían los obstáculos y emprenden el camino de la independencia económica, puntada tras puntada.
En 1905, la tipógrafa de Valparaíso, Carmen Jeria publicó la primera edición de La Alborada. Esta publicación se une a la prensa obrera de aquella época, con un énfasis en las temáticas de clase social pero, y he aquí lo relevante, desde una perspectiva de género. La Alborada instala y difunde la conciencia en torno a una doble explotación, la pobreza y el solo hecho de ser mujeres. La discusión y su respectivo diagnóstico ya está instalado entre las trabajadoras, ha llegado el momento de organizarse. En 1906, nace la Asociación de Costureras “Protección, Ahorro y Defensa” compuesta de 120 costureras y liderada por la periodista Esther Valdés de Diaz.
El llamado era al resto del gremio a reaccionar frente a las injusticias que sufrían. Valdés de Diaz escribía en torno a la necesidad imperante por una legislación social que velara por los derechos de las mujeres trabajadoras de modas y confección en sus diversos rubros (sastrería, bordados, ropa blanca, cosets, sombreros, corbatas, etc). En mayo de 1908 comienza a circular un el periódico obrero de dicha organización. La Palanca se define como “publicación feminista de propaganda emancipadora” e intenta ir más allá que su antecesora. Publica artículos en torno de la sexualidad obrera, increpando a las instituciones de la nación por negar la posibilidad a la mujer de disponer de su propio cuerpo y su capacidad reproductiva.
La división sexual del trabajo aún persiste al día de hoy. Sin embargo, la lucha de más de un siglo de generaciones de mujeres no sería la misma sin las primeras costureras quienes se organizan y articulan como sujetos políticos, por primera vez, en los talleres de confección y vestuario.